"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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LA PESADILLA MOLESTA QUE FUE DE VISITA

LA PESADILLA MOLESTA QUE FUE DE VISITA © Jordi Sierra i Fabra 1981 Apareció nada más apagar la luz. Clic y… ¡zas!: ahí estaba ella. No tenía una forma concreta, pero cualquier niño la hubiera reconocido. Carlos, sin embargo, la contempló dudoso, desde la negrura de su habitación. Lo más seguro es que no quisiera aceptarla. Pero… ¡ah!, ¿cómo evitarla? —¿Quien eres?—preguntó. La… cosa se acercó voluptuosamente. De pronto, era fea y peluda, y, de pronto, cambiaba y se volvía resbaladiza y viscosa. Lo único que no variaba en ella era su aspecto horrible. —¿Cómo que quien soy?—gruñó—. ¿A ti que te parece? Carlos se tapo la cabeza con la almohada y se subió la sábana hasta muy arriba, pero siguió viéndola. —¡Eres una pesadilla!—gimió el niño. La pesadilla se frotó una docena de patas que parecían haberle salido de una docena de partes. Tenía cinco ojos… No, siete… No, tres… Bueno da igual. No se estaba quieta, la muy pérfida. —¡Ajá, veo que me has reconocido! —¡Vete!—le suplicó Carlos. —¿Cómo que me vaya? ¡Valiente pesadilla iba a ser yo si me fuera así, de buenas a primeras! —¡He dicho que te vayas!—gritó Carlos. —¡Ah, no y no!—aseguró la pesadilla—. Ni hablar de eso. El niño cerraba los ojos, se arrebujaba más y más entre las sábanas, pero la pesadilla se metía por entre sus pensamientos, por debajo de sus ideas felices, asaltando el castillo de su mente. —¿Por qué has venido?—musitó Carlos débilmente. La pesadilla se detuvo un instante. Se sentó en una especie de… Bueno también da igual. A mí mismo me da miedo recordarlo con todo detalle. —¿Que por qué he venido? ¡Qué pregunta! No me dirás que no lo sabes. —No, no lo sé. —Piensa. Piensa. Carlos no dijo nada. Se estuvo muy quieto. —Veamos… —dijo la pesadilla—. ¿Quién ha salido esta mañana al patio del colegio, y ha estado durante todo el recreo dándole miedo a Susana? —Es que ella… —comenzó Carlos. —¿Quién?—insistió la pesadilla. Carlos se hizo el remolón unos segundos. Después acabó diciendo: —Yo. —Perfecto—continuó la pesadilla—. ¿Quién ha roto a mediodía el jarrón de la salita, y ha dejado luego que su hermano pequeño, que aún no sabe hablar, cargar con las culpas? Silencio. —Yo—aceptó finalmente el niño. —¿Quién se ha tomado esta tarde tres helados, uno pagado por mamá, otro por la abuela y otro por el tío Leandro, asegurando cada vez que era el primero que se tomaba? —Yo. —¿Quién ha ido a la nevera y se ha atiborrado de todo lo que había en ella antes de cenar? —Yo. —¿Quién ha cenado como un león, y cuando su madre le ha dicho que iba a reventar, ha seguido comiendo, por gula, y todavía ha tenido el valor… o el estomago, de zamparse lo que había en los platos de los demás, y acabar engullendo doble ración de postre? —Yo. —¿Y quién, por último, antes de meterse en la cama, ha sacado la chocolatina que pensaba guardarse para mañana y, vencido por la tentación, se la ha comido también? —Yo. La pesadilla se levantó con una cara que reflejaba toda la evidencia del caso. Carlos apretó los puños temblando. —No me dirás que mi presencia aquí no esta justificada —dijo ella. El niño no contestó. —Te duele el estómago, ¿verdad? Carlos dijo que sí con la cabeza. La pesadilla exhibió una enorme sonrisa. —Entonces, dime, ¿qué esperas? ¿Tú te crees que uno puede hacer todo eso, y encima pretender pasar la noche como un angelito? ¡Vamos, hombre, vamos! —Tenía… hambre —intentó justificar el niño. —¿Hambre? ¡Gula, diría yo! Si he de serte sincera, creo que te pasas. Y una esta aquí para eso: para poner coto a los que no tienen medida. O sea que yo no vengo por que sí, gratuitamente. Tú me has llamado. —¡Yo no te he llamado! —Sí lo has hecho—aseguró la pesadilla—. Tu conciencia te recrimina lo del jarrón; tu dignidad, el miedo que le has dado a Susana, y especialmente tu estómago, te pesa y hace que tu cabeza me tenga a mí en lugar de un sueño feliz. —Mañana contaré lo del jarrón, y le pediré perdón a Susana… —¿Y como vas a solucionar lo que tu pobre estómago está pasando? ¿Sabes que en este momento está luchando, a jugo partido, con los helados, la cena, el chocolate y todo lo que has engullido en las últimas horas, sin darle un respiro? ¿Sabes que la batalla que se está desarrollando en tu estómago es tremenda, y que los jugos gástricos están peleando a gota partida, acorralados tratando de impedir el desmadrado acoso de lo que has comido? Carlos se sentía confuso. No tenía escapatoria. La pesadilla podía tomar la forma que quisiera, parecer un monstruo feroz o convertirse en miedo, hacerle pensar en cosas extrañas o no dejarle dormir. —Llamaré a mamá—dijo. La pesadilla soltó una pequeña risita de ironía, muy molesta por cierto. —Encenderá la luz, te dirá que duermas y no pienses en nada, te dará un vaso de agua, un beso, una caricia y… en cuanto se vaya, yo volveré. —Iré al lavabo y haré caca. —Bueno… —dudó la pesadilla—, pero no será más que un pobre recurso. Puede que hagas algo de lo que has comido esta tarde y esta noche, pero no mucho. Lo que sacarás de dentro será lo que ya había en ti antes de esta digestión. Tal vez te alivie un poco, pero… yo, volveré. Carlos se mordió los labios. Ya no sabía que hacer. Una oleada de rabia y furia le invadió. —¡Huy! —estalló—. ¡Mira que eres pesada! La pesadilla se puso muy seria. —Oye, conmigo no te insolentes, ¿eh? —¿Y si yo no tuviera miedo?—preguntó de pronto Carlos. —Todos los niños tienen miedo de las pesadillas. Carlos se animó. —Pero… ¿y si yo fuera especial? Un niño distinto. —No, no… no—insistió la pesadilla desdeñosamente—. No me vengas con monsergas. —¡Anda, dime! Si yo no tuviera miedo, ¿qué harías? La pesadilla se hizo un poco más pequeña. —Bueno… pues… como no me gusta perder el tiempo y hay más niños a los que visitar, lo más probable es que me fuera. Eso sí, miedo o no, tú te quedarías con tu conciencia remordida, tu dignidad flaqueante, y por supuesto con tu pobre estómago hecho una birria, que no es poco. ¡Claro que esto es solo una suposición! —¿Sabes que te digo? —gritó Carlos—: ¡Que ya no tengo miedo! La pesadilla se puso muy tiesa. —¡Cómo que no tienes miedo! —¡No, no lo tengo! —¡Has de tener miedo! —No: te he vencido. Mañana contaré lo del jarrón y le pediré perdón a Susana, como he dicho antes, y trataré de no comer tanto ni ser tan egoísta. —No me lo creo. —Lo juro por… por… ¡Palabra de honor! Carlos ya no se tapaba la cabeza con la almohada y estaba sentado en la cama, a oscuras. La pesadilla se resistía, pero iba haciéndose más y más pequeñita. —Lo haces para que me vaya —musitó dudosa—. ¿Y que crees que dirán mis jefes, el miedo, el terror y todos los demás? —Diles que se olviden de mí. Eres tan fea que te aseguro que no tengo deseos de verte nunca más. La pesadilla se sintió muy ofendida, herida en su dignidad. —Sabes que puedo regresar mañana, o pasado, ¿no es así? —Sí, lo sé, pero prefiero tener sueños felices. —Me parece que soy una pesadilla demasiado buena. No sé… esto no me gusta nada. Me estás dando la noche tú a mí, en lugar de dártela yo a ti. Carlos bostezó. Era muy tarde. —Anda… —suplicó—. No seas pesada y vete. Ya no tienes nada que hacer aquí. La verdad es que casi había desaparecido. Se estaba diluyendo y se empequeñecía rápidamente. Ya no tenía patas peludas o viscosas, ni tres, cinco o siete ojos. —Me… siento… mucho… mejor… —murmuró Carlos notando la llegada del sueño. La pesadilla esperó unos segundos. La respiración del niño se hizo acompasada. Cuando Carlos estuvo completamente dormido, ella se acercó y le dijo: —¡Huuuuuu…! Pero lo hizo muy flojito, muy suavemente. Carlos se movió un poco, pero nada más. Siguió durmiendo. La pesadilla había comprobado así que el niño había dicho la verdad, y que se había quedado tranquilo. Ya no tenía remordimientos y, en el estómago, los jugos gástricos acababan de derrotar, por fin, a la cantidad de comida mezclada e ingerida por él en las últimas horas. La pesadilla sonrió. —Buen chico—dijo. Comenzó a desvanecerse del todo cuando vio llegar un sueño feliz, a toda prisa. —Es todo tuyo—le dijo la pesadilla señalando a Carlos. —¡Caramba!—jadeó el sueño feliz—. ¡Si que has sido rápida! La pesadilla se encogió de patas, o de lo que fuera. —Bueno —aceptó—, soy tan fea y horrible que o se ponen a llorar de miedo o tratan de vencerme. Este ha sido lo bastante inteligente como para ser razonable y comprender lo que había hecho. Ha sido fácil. —Me han dicho que le de un buen sueño. —Sí, dáselo. Estoy segura de que mañana cumplirá sus promesas. El sueño feliz fue a meterse en la mente de Carlos. —Oye, tú —le dijo a la pesadilla—, vete de una vez porque me estás dando miedo. La pesadilla exhibió una ancha sonrisa. —Sí, me voy. Esta noche tengo mucho trabajo, muchos niños por visitar. Adiós. La pesadilla desapareció y el sueño feliz acabó de entrar en los pensamientos de Carlos. Aun dormido, al instante, el niño sonrió. Muy lejos ya, la pesadilla repasó su lista de citas nocturnas. También tenía algunas durante el día, pero eran las menos. Las pesadillas, con la luz del sol, perdían efectividad. Incluso ella, que era la mejor pesadilla del mundo de las sombras. La mejor pesadilla. Tanto que hasta era la más buena. —Hay que darles una oportunidad—se dijo un vez más. Y se fue a seguir trabajando.

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